Monday, September 9, 2013

El libro de la semana. Juárez Whiskey, de César Silva Márquez


Whiskey, con e. O sea, se trata del bourbon estadounidense, de un espécimen casi extinto: el Juárez. Su sabor rasposo corresponde a la atmósfera que envuelve al protagonista de Juárez Whiskey, pero, curiosamente no a él. Carlos, un ingeniero, lleva una vida bastante normal con las excepciones que indica el título: vive en Ciudad Juárez y le gusta beber, pero Whisky, el escocés. Bebe, es cierto, pero aunque mitad de la novela esté borracho, no hay exceso y no hay violencia en su bebida ni en su lenguaje. La alternancia entre la primera y tercera persona provoca un efecto evocador y calmante después de la catástrofe. Porque lo central en la novela es el tiempo que marca un después que sigue siendo duro y terrible: es el después de la caída de las torres gemelas, algo que cambia la faz literal y mediática del mundo, pero también es ese después de la violencia que sigue siendo presente en Juárez y que queda relegada (en apariencia) a conversaciones secundarias o anotaciones al margen. Más que violencia, la novela de Silva Márquez es un gesto de ternura, co los problemas que ello conlleva: las disquisiciones de Carlos se tornan a ratos un tanto obvias y repetitivas; lo salvan del desastre dos cosas: la destreza para describir personajes—en efecto la plural lista de mujeres que pueblan y han atravesado el corazón del susodicho van de la misteriosa clásica a la inocente a la que ocultaba su fuego interno, todo esto con humor e ironía que se bebe como un buen trago de whisky. Y la segunda es la literatura misma, la escritura y la lectura.


Son contados con los dedos de las manos, los textos recientes donde no hay alusiones metaliterarias—esto es, donde alguien lee, escribe, comenta o se relaciona de un modo u otro con algo literario. Esto dice mucho de los tiempos que corren; habla de una necesidad y de un intento de escape: la literatura se inventa como un campo (un universo podríamos decir) donde todavía es posible pensar la realidad y, por lo mismo, en muchas, ocasiones deviene más real que la realidad misma; en todo caso, es por esa misma insistencia literaria que la ficción y la realidad rompen sus fronteras, las difuminan y desvanecen  como el hielo en un vaso (de whisky). Leer libros nos convierte en otros y mejores seres humanos. Tal boutade, propia de lectores rancios y decimonónicos, adquiere en esta novela un sentido fresco, verosímil y a ratos auténtico. La figura de la dentista que ha leído solo dos libros en su vida y que espera ansiosa que Carlos le regale el tercero representa ese sitial de la literatura y de sus andanzas por estos tiempos: se trata de una inspección de lo que está limpio, sano, sucio, putrefacto en nosotros y en nuestro mundo; se trata de conocer y reconocer el mundo. Y la novela japonesa que Carlos le regala a Gabriela se inicia con una historia de amor. Una de esas que no es ninguna de las que, de su larga lista, ha tenido en su vida. Ahí se produce un quiebre que solo es posible gracias a la literatura y, como dicho, ese es el quiebre real: porque ahora aquello es posible, adquiere un estatus ontológico diferente. Carlos dice en un momento que él apenas es capaz de distinguirse a sí mismo: el texto se convierte, así, en un intento por devolver(se) la condición de sujeto en estos tiempos de violencia y de post-catástrofe—no por nada la novela concluye con Gabriela, la dentista, con la boca abierta, apunto de decir algo.
También podemos leer  Juárez Whiskey como novela social. El fantasma del despido de su trabajo comienza a rondarle a Carlos hacia el final. Los asesinatos, que se mencionan al pasar, los accidentes, los desengaños se suceden uno tras otro. Pero no hay intento social, hay más bien un particular modo realista de pintar el fresco de la contemporaneidad, como diría la crítica Luz Horne. Así, esta novela nos deja con un sabor que más que a whiskey raposo o menos que una borrachera alucinante, se parece a una buena, no muy cara, copa de vino, aunque a Carlos no le guste.






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