Whiskey, con e. O sea, se trata del bourbon estadounidense, de un espécimen casi
extinto: el Juárez. Su sabor rasposo corresponde a la atmósfera que envuelve al
protagonista de Juárez Whiskey, pero,
curiosamente no a él. Carlos, un ingeniero, lleva una vida bastante normal con
las excepciones que indica el título: vive en Ciudad Juárez y le gusta beber,
pero Whisky, el escocés. Bebe, es cierto, pero aunque mitad de la novela esté
borracho, no hay exceso y no hay violencia en su bebida ni en su lenguaje. La
alternancia entre la primera y tercera persona provoca un efecto evocador y
calmante después de la catástrofe.
Porque lo central en la novela es el tiempo que marca un después que sigue
siendo duro y terrible: es el después de la caída de las torres gemelas, algo
que cambia la faz literal y mediática del mundo, pero también es ese después de
la violencia que sigue siendo presente en Juárez y que queda relegada (en
apariencia) a conversaciones secundarias o anotaciones al margen. Más que
violencia, la novela de Silva Márquez es un gesto de ternura, co los problemas
que ello conlleva: las disquisiciones de Carlos se tornan a ratos un tanto
obvias y repetitivas; lo salvan del desastre dos cosas: la destreza para
describir personajes—en efecto la plural lista de mujeres que pueblan y han
atravesado el corazón del susodicho van de la misteriosa clásica a la inocente
a la que ocultaba su fuego interno, todo esto con humor e ironía que se bebe
como un buen trago de whisky. Y la segunda es la literatura misma, la escritura
y la lectura.
Son
contados con los dedos de las manos, los textos recientes donde no hay
alusiones metaliterarias—esto es, donde alguien lee, escribe, comenta o se
relaciona de un modo u otro con algo literario. Esto dice mucho de los tiempos
que corren; habla de una necesidad y de un intento de escape: la literatura se
inventa como un campo (un universo podríamos decir) donde todavía es posible
pensar la realidad y, por lo mismo, en muchas, ocasiones deviene más real que
la realidad misma; en todo caso, es por esa misma insistencia literaria que la
ficción y la realidad rompen sus fronteras, las difuminan y desvanecen como el hielo en un vaso (de whisky). Leer
libros nos convierte en otros y mejores seres humanos. Tal boutade, propia de lectores rancios y decimonónicos, adquiere en
esta novela un sentido fresco, verosímil y a ratos auténtico. La figura de la
dentista que ha leído solo dos libros en su vida y que espera ansiosa que
Carlos le regale el tercero representa ese sitial de la literatura y de sus
andanzas por estos tiempos: se trata de una inspección de lo que está limpio,
sano, sucio, putrefacto en nosotros y en nuestro mundo; se trata de conocer y
reconocer el mundo. Y la novela japonesa que Carlos le regala a Gabriela se
inicia con una historia de amor. Una de esas que no es ninguna de las que, de
su larga lista, ha tenido en su vida. Ahí se produce un quiebre que solo es
posible gracias a la literatura y, como dicho, ese es el quiebre real: porque
ahora aquello es posible, adquiere un estatus ontológico diferente. Carlos dice
en un momento que él apenas es capaz de distinguirse a sí mismo: el texto se
convierte, así, en un intento por devolver(se) la condición de sujeto en estos
tiempos de violencia y de post-catástrofe—no por nada la novela concluye con
Gabriela, la dentista, con la boca abierta, apunto de decir algo.
También
podemos leer Juárez Whiskey como novela social. El fantasma del despido de su
trabajo comienza a rondarle a Carlos hacia el final. Los asesinatos, que se
mencionan al pasar, los accidentes, los desengaños se suceden uno tras otro.
Pero no hay intento social, hay más bien un particular modo realista de pintar
el fresco de la contemporaneidad, como diría la crítica Luz Horne. Así, esta
novela nos deja con un sabor que más que a whiskey raposo o menos que una
borrachera alucinante, se parece a una buena, no muy cara, copa de vino, aunque
a Carlos no le guste.
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